Comentario
Los principales partidos republicanos, en el período que estamos considerando, fueron el progresista de Manuel Ruiz Zorrilla y el federal de Francisco Pi y Margall; además estaban el partido posibilista de Emilio Castelar, que se disolvió a comienzos de los años 90, y el centralista de Nicolás Salmerón, surgido en las mismas fechas. El partido progresista era el único que confiaba en el recurso al Ejército para alcanzar el poder, procedimiento que los demás rechazaban al contar exclusivamente con medios civiles y democráticos (no obstante, entre las masas republicanas, especialmente entre los federales, pervivió durante largo tiempo la esperanza en una sublevación popular semejante a las fracasadas del sexenio); el partido federal era el único que defendía el principio que les daba nombre como piedra angular de la organización del Estado, frente a los otros partidos, defensores de la República unitaria; el partido posibilista era el más conservador, al acentuar la necesidad de orden y autoridad en la sociedad española; en el partido centralista era especialmente abundante la presencia de intelectuales vinculados a la Institución Libre de Enseñanza.
Ninguno de ellos se cuestionaba los fundamentos del orden económico. Frente al problema social proponían diversas medidas reformistas como el fomento del cooperativismo, la constitución de jurados mixtos, la concesión de créditos baratos a los campesinos o el reparto de algunas tierras, y, en algunos casos, medidas intervencionistas por parte del Estado, como la reducción por ley de la jornada de trabajo o la reglamentación de las condiciones en que éste se realizaba. Todos eran partidos interclasistas; sin embargo, en el posibilista era mayor la presencia de elementos de las clases medias acomodadas e, incluso, de la elite comercial y financiera, mientras que el partido federal era el que contaba con mayor arraigo entre las clases populares.
Su implantación fue fundamentalmente urbana; investigaciones recientes de ámbito geográfico restringido señalan la presencia de organizaciones republicanas en numerosos núcleos rurales pero, por lo que sabemos hasta ahora -salvo en algunas comarcas de Cataluña, donde tuvieron un amplio protagonismo en las luchas campesinas de los años 90- esta presencia rural fue muy minoritaria. También recientemente se ha destacado -frente a la corriente predominante en años anteriores, que tendía a subrayar la disociación entre obrerismo y republicanismo, tras el fin de la I Internacional, identificando al movimiento obrero con el anarquismo y el socialismo marxista, exclusivamente- que el republicanismo y, en especial, el republicanismo federal continuó constituyendo un marco básico de referencia política para los sectores obreros y populares, como ha escrito Pere Gabriel, durante las primeras décadas de la Restauración.
La organización de los partidos republicanos era variada y compleja, a medio camino entre los partidos de notables y los partidos de masas. Como en aquellos, el comité era su base fundamental. En los partidos más elitistas -el posibilista y el centralista- la organización quedaba reducida a estos comités, generalmente muy personalizados, que sólo desplegaban alguna actividad con motivo de las elecciones o de las conmemoraciones, en especial, la del 11 de febrero. Pero los partidos con mayor implantación popular -el progresista y el federal- disponían de otros moldes como los subcomités o las juntas de barrio, en los que trataban de integrar a sus componentes, y promovieron iniciativas como Ateneos populares o Cooperativas para intensificar la vida societaria.
Un elemento importante en la organización republicana eran los Casinos, bien de un solo partido o de todos ellos -en función, sobre todo, de la importancia de la localidad- sostenidos gracias a las aportaciones de algunos socios con buena posición económica, en los que además de la lógica vida social y de esparcimiento, se leía y comentaba la prensa del partido. La prensa fue, probablemente, el medio más importante de presencia republicana en la sociedad. La influencia de los diarios madrileños El Globo, La Justicia, El País, o El Nuevo Régimen, del barcelonés La Publicidad, y de los diarios republicanos que con regularidad se publicaban en las principales ciudades del país -además de otras numerosísimas publicaciones de ámbito restringido y existencia precaria- fue extraordinaria en la fijación de los criterios propios de los partidos y en la formación de la opinión pública.
En cuanto a su evolución, la llamada al poder del partido fusionista, en 1881, fue el gran revulsivo de la vida política. Suponía, por parte de la monarquía, una verdadera voluntad de integración de todos los que estuvieran dispuestos a aceptar la Constitución de 1876, cualquiera que fuese su pasado y sus antecedentes revolucionarios. Lo más importante de la actividad republicana pasó a desempeñarse, a partir de entonces, no en los cuarteles sino en los comités, los casinos y las redacciones de los periódicos. Incluso los más alejados de la política oficial consideraron que se daban las condiciones mínimas para reemprender la actividad: Pi y Margall realizó una amplia campaña de propaganda por todo el país y, en 1882, tuvo lugar la I Asamblea Federal. Otros -los antiguos radicales, integrados en el partido progresista- fueron más lejos y abjuraron de su condición de republicanos; en febrero de 1873 habían aceptado la República como un hecho consumado, y en 1881 hicieron lo mismo con la Monarquía. Moret, que de hecho no había participado en las instituciones republicanas, fue el primero en dar el paso; poco más tarde le seguirían Martos y el resto de los notables radicales que se unieron a la Izquierda Dinástica, promovida por el general Serrano. En 1885 todos ellos formarían, junto con los fusionistas de Sagasta, el partido liberal de la monarquía.
En las elecciones de 1893, los republicanos, unidos, consiguieron la mayor de sus victorias morales de la década, al obtener 45 diputados, aunque 13 de ellos eran posibilistas, en una relativa indeterminación entre el partido liberal y la militancia republicana. Lo más destacado es que triunfaron -consiguieron la mayoría- en Madrid, Barcelona y Valencia, las principales ciudades del país, además de la minoría en las circunscripciones de Oviedo, Tarragona, Murcia, Cartagena, Málaga, Cádiz, Granada, Sevilla, Badajoz, Valladolid, León, Zaragoza y Huesca, y el único diputado por Bilbao. Era lo más a que podían aspirar en el marco legal vigente. Con un 11 por ciento de los diputados, su labor siguió siendo puramente testimonial. Por otra parte, sus propias divisiones y enfrentamientos anularon pronto la relativa fuerza que en aquella ocasión habían alcanzado.
Una cuestión relevante que han puesto de manifiesto los recientes análisis de la vida política local durante la Restauración es que una buena parte de los éxitos electorales conseguidos por los republicanos lo fueron gracias al apoyo oficial, o al recurso a los métodos caciquiles. Esto hace que se pueda matizar, al menos, la caracterización que hace Joaquín Romero Maura de los líderes republicanos como "caballeros andantes de las sagradas libertades modernas. Catones insulsos pero edificantes, tutores de la integridad moral y política de la nación, que vivían poseídos del papel que les había correspondido jugar, conciencia sin mancha de una nación pecadora". La sola identificación con la democracia -en un país cuyo comportamiento político estaba profundamente viciado por influencias personales, fraude, presión gubernamental, violencia física o dinero- daba siempre un significado moralizador al discurso republicano. Muchos republicanos eran, además, personalmente íntegros -y aquí cabe recordar el ideal humano de la Institución Libre de Enseñanza, hecho de coherencia personal, sinceridad, trabajo, amor a la naturaleza..., que no era exclusivo de los republicanos, pero que estaba tan extendido entre ellos-. Sin embargo, en la práctica, se terminó imponiendo, en muchos casos, la corrupción que dominaba el ambiente político.
La proximidad al poder sirve también para desmentir la idea de que la debilidad republicana estuvo causada, sobre todo, por la represión gubernamental, como se desprende de las afirmaciones de Miguel Martínez Cuadrado. La realidad de la vida política de la Restauración no se entiende si pretende explicarse como el enfrentamiento entre el espíritu republicano de las masas y la represión gubernamental, ni en los ámbitos rurales ni en los urbanos. En la inmensa mayoría de aquellos, la mayor parte del país, predominaba la pasividad y la indiferencia hacia la política -por las razones que fuera-, y el principal factor explicativo de los resultados electorales no era la acción gubernamental represiva, sino una red de influencias y relaciones personales, íntimamente conectada con la acción gubernamental administrativa. Para estar presentes en estas zonas rurales, los republicanos se adaptaron al sistema y montaron sus propias máquinas caciquiles. En las ciudades, las cosas eran diferentes: allí sí había, en general, una importante opinión republicana, y se ejerció una fuerte represión hasta 1881, pero después de esa fecha, sólo fue practicada en los años 90, de forma mucho menor, localizada e indirecta, en relación, sobre todo, con la persecución de las actividades terroristas. En algunas ciudades medias, la legislación electoral de 1878 y 1890 era gravemente lesiva para el electorado urbano. Pero después de la aprobación del sufragio universal, toda la acción gubernativa era incapaz de impedir el triunfo de los republicanos en ciudades como Madrid, Barcelona o Valencia, siempre que éstos se presentaran unidos y con los candidatos adecuados.
Una tercera y última consecuencia es que quizás los republicanos pagaron un precio excesivamente alto por su moderación y colaboración con el sistema: su inutilización como oposición política verdadera. La táctica que adoptaron, de denuncia y al mismo tiempo de colaboración, no resultó políticamente eficaz: gracias a las concesiones que hicieron, lograron algunas actas más de concejales y de diputados provinciales y nacionales, pero se terminaron enajenando a parte de su propio electorado y perdieron legitimidad en sus alegatos contra un sistema en el que muchos de ellos se habían instalado.